El viaje a Londres no empezó el día que cogí el avión. Empezó un par de días antes, en el momento exacto en que salí por la puerta de la peluquería de Lavapiés, con un fresh cut la mar de mono. Fue un día de tanto trabajo que casi me olvido que tenía la cita. Y he de decir que fue una de las mejores que he tenido en meses. Fue muy buena idea llamar al mediodía para agendarla la misma tarde, sabiendo que aún me quedaban muchas cosas que hacer por delante. Salí estresada de casa y me dirigí, seguramente, a la misma velocidad que los carruajes del Londres de Sherlock Holmes y, pese a que hay pocas cosas que soporte menos que no poder hacer un antes y después del trabajo, es decir, desconectar y relajarme, qué bien alargar ese momento hasta llegar a la peluquería. Qué bien sienta hacer el “antes y después” sentada en la silla en la que te lavan el pelo. Y en la otra en la que te lo cortan.
Salí de allí sintiéndome lista para Londres, sintiéndome guapísima luciendo mi nuevo flequillo y chulísimo escalado. Pero claro, a los días sí iba a empezar el viaje de verdad. De hecho, estoy escribiendo esta parte del texto desde allí, aún no me he ido. Y me sorprende sentir que no quiero volver a Madrid, la primera vez que me pasa cuando estoy fuera. Siempre que viajo, incluso antes de subirme a un tren, avión o catamarán, (o de hacer la maleta), ya quiero volver.
¡Pum Pim! Así es como suena el fin de mi flashback. Volvemos a Madrid, ya hace casi 1 mes de mi viaje a Londres y aquí estoy, intentando terminar este texto sentada con mis amigas en una cafetería de Lavapiés, bebiendo cerveza y kombucha, con la esperanza de no haber perdido el hilo y propósito de este texto. La verdad es que no había pensado seguir con él, pero mi fantástica amiga sagitario Sofi, me animó. Así que Sofi, por eso y más cosas, ¡te dedico este texto!
Retomando el hilo del penúltimo párrafo, es cierto que no tenía muchas ganas de volver a casa, porque Londres es una ciudad que no la terminas nunca, y al viajar sola, y por escasos, pero ni tan mal, 4 días, hay muchos planes que no pude hacer. Lo obligatorio de ver (Big Ben, Buckingham Palace, tate y allegados) me lo quité de la lista, así que mi intención, la próxima vez que viaje, será únicamente socializar y beber guinness en el pub. Mamá no te asustes, es una actividad que se categoriza como cultural y de inmersión lingüística.
Llegué al aeropuerto de Stansted acompañada de unos pocos rayos de sol, lo cual hizo la segunda parte del trayecto hasta el centro de Londres, mucho más poética. Llegué de noche a mi destino, sin internet en el móvil, en medio del bullicio de Baker Street, con la escasa energía que me dio lo único que comí en todo el trayecto: 5 barritas de chocolate, cereales y plátano. No fui muy previsora en ese aspecto, la noche anterior había salido a tomar algo para celebrar el cumpleaños de una amiga y acabamos a las 4 am, así que vertí en la mochila la caja entera de barritas que había comprado el día anterior, y las convertí en mi fuente de alimento de las siguientes 18h. Y menos mal que lo hice.
El primer contacto con la ciudad fue un poco desagradable, pero sabía que no podía tenérselo en cuenta (a Londres), porque tenía la intuición de que me iba a tratar muy bien. Y conforme una se va haciendo mayor, me gusta pensar que se vuelve más ruda para este tipo de situaciones. Lo que más me sorprendió nada más llegar, y pese a la lluvia, frío y viento de bienvenida, es que me sentí como en casa, teniendo en cuenta que era la primera vez que iba. Y esa sensación no se evaporó en ningún momento.
Obviamente, las primeras palabras que intercambié con un inglés, fueron en cafeterías y restaurantes, el mismo día de mi llegada: “¿can I use the wifi?, I’m a little bit lost”. Las tuve que repetir varias veces hasta llegar a mi destino, el apartamento de un amigo de mi compi de piso. Hicimos el intercambio de casa, él vino a Madrid y yo me fui a la suya en Londres. Mi ya lovely amigo Asish, vive en un maravilloso apartamento en una calle pequeñita cerca de Godge Street. Concretamente, en una maravillosa y muy acogedora habitación.
Y por 4 días, viví una situación un poco extraña en el piso, con una serie de (no sé cuantas personas exactamente) ingleses extraños aka mis “compañerxs de piso”. Fue extraño porque no me crucé con nadie en toda mi estancia en Londres, y, entonces, siempre fueron unos cuantos extraños con los que conviví. Y extraños también ellxs, como adjetivo, porque se volvían a meter en la habitación si me escuchaban bajar las escaleras para no cruzarse conmigo e, ¿intercambiar un bochornoso good morning / good afternoon? Así que, esos días los pasé un poco rallada porque no quería encontrarme con nadie, (ya que era una extraña y me daba cosa que me exigieran explicaciones), y con la extrañeza de que la situación de contacto 0 sucediera. ¿Será una cuestión de educación?, ¿o de intentar creer que realmente no compartían escalera, cocina y baño con otras 10 personas? Lo cual, entiendo perfectamente, por cierto. Pero c’mon… Aquello reforzó mi sensación de que era una extraña y que no era del todo bienvenida en aquel lugar, lo cual no era para nada la realidad. Pero esa sensación se disipaba a la que ponía un pie en la calle.
Llegué en fin de semana, pero seguí trabajando los días de entre semana (me fui un miércoles), lo cual me gustó porque, pese a que hice las típicas rutas de turista, llevé el viaje con bastante cotidianeidad, lo cual me hizo sentir muy presente. Me despertaba temprano, sin alarma, trabajaba hasta el medio día, hacía las reuniones que tenía que hacer y me lanzaba a explorar la ciudad. Anduve tanto, que para el segundo día, ya casi no necesitaba usar Google Maps para ubicarme y ya me sabía las diferentes rutas para llegar a casa.
Solo me dio tiempo para estar en el centro (donde estaba el piso, por suerte), pero me encantó la ciudad y poder ver a mi amiga Eva, que vive allí desde hace 2 años. Fuimos a comer un sunday roast maravilloso, dimos una vuelta y más tarde fuimos al Tate. El museo tiene una especie de balcón que da al Támesis desde el que puedes ver el skyline de la ciudad. Me impresionó la mezcla de los edificios nuevos (y en construcción) con los más antiguos, pero lo que más me gustó de ese momento fue la complicidad con la que hablamos Eva y yo contemplando su ciudad (y quién sabe si algún día también la mía). Recuerdo que me dijo algo así como que le encantaba ese lugar del museo por las vistas, que le encantaba mirar Londres y pensar que ella vivía allí. Que sentía que era el lugar en el que debía estar. Y la entendí completamente, casi podía palpar esa sensación en ella y porque a mí me pasa lo mismo con Madrid. Es curioso cómo puedes compartir tanto con una persona, viviendo en lugares distintos. Las dos sentimos cosas muy parecidas respecto a nuestras ciudades, que, a la vez, son tan diferentes entre sí. Me di cuenta de que no es el lugar, es lo que lleve dentro la persona, lo que hace al lugar (y el suyo en el mundo). Y Londres me ha ayudado a expandir mucho más el mío.
Los días después de mi vuelta a Madrid, estuve, como me dijo mi compi de piso Laura, introspectiva. Yo pensaba que me estaba volviendo un poco crazy porque me sentía muy extraña al estar de vuelta. Estar en mi piso se me hacía extraño, retomar la rutina en Madrid también. Pero en nuestra conversación sobre ello, me hizo ver la situación de otra manera. Creo que estaba procesando todo lo que Londres me ha removido y sobre todo, planteado. Y ha sido la siguiente pregunta: “¿y ahora qué?”. No en un sentido de cuál es el siguiente paso, dejar Madrid y mudarme a Londres, no. En un sentido mucho más introspectivo. Y ahora qué, que me he llevado a mí misma, justo en medio de la vorágine de empezar a ser freelance, y sola, habiéndolo disfrutado un montón, a una ciudad completamente desconocida. ¿Qué otras cosas, que nunca me he atrevido a soñar, quiero hacer realidad?
Quiero seguir atreviéndome a visualizarlas.