Deja las chancletas en la arena y anda con los pies descalzos, nota las piedras, las conchas y deja que las algas se enreden en tus dedos cuando la marea llega hasta donde estás. Observa sin juzgar a esa piedra jodida que se clavó en tu planta del pie, a la pechina que quizás te cortó el dedo pequeño y siente la asquerosidad que te ha dado el roce de esos seres eucariotas con los que, aunque te cueste creer, también se hacen ensaladas. Avanza unos pasos, sumérgete un poco en el agua para hondear con tus pies, piernas y caderas el inicio del fondo marino. Acaricia con la palma de la mano el movimiento del agua. No juzgues su movimiento aleatorio al interactuar contigo. No juzgues tu movimiento aleatorio, casi infantil, de interactuar con ella. Intenta no tensar lo que está por encima del nivel del agua, tu vientre, pecho, hombros, cejas, dientes, cabeza. Cierra los ojos y toma consciencia de como el movimiento de la marea escala por tu torso, como poco a poco va acariciando y suavizando tu garganta, deshaciendo el nudo que impide soltarte, hasta llegar a tus muelas, siente como intenta crear espacio entre las de arriba y las abajo y cómo lo consigue. En último instante, ya relajada, concédele el permiso para entrar por el orificio derecho de tu nariz y alcanzar tu frente. No te asustes al sentir cómo va dando vueltas por ella creando círculos cada vez más grandes que suavizan tu expresión, relaja las cejas y nota como tu cuero cabelludo se expande y se estira hacia atrás poco a poco. No quieras predecir lo que vendrá a continuación, despréndete del control por saber y pronosticar lo que nadie sabe realmente, ni nunca va a saber. Aguanta unos instantes más en el agua para, joder, hacer pipí y volver a la toalla a seguir achicharrándote al sol.
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