Casi siempre que estoy a punto de comer o me pongo a escribir, me recojo el pelo en un moño como acto reflejo. De alguna manera me ayuda a concentrarme mejor para acercar el tenedor a mi boca o juntar palabras de forma coherente en una frase, cuando tengo una reunión. Es como si me dijera a mí misma “venga, vamos a por ello”.
Hoy, por ejemplo, encendí el ordenador, conecté el cargador, abrí mi página de Substack, y antes de escribir la primera palabra, ya me había recogido el pelo. Pero no puedo evitar pensar que, si algún día me viera envuelta en una pelea, recogerme el pelo sería lo último que se me ocurriría. Creo que lo primero sería quitarme los enormes pendientes de aro que, probablemente, llevaría puestos (me hacen sentir poderosa, curvilínea y elocuente). Sin embargo, para estos pequeños momentos de placer o estrés, necesito tener el pelo recogido en la cima de mi tête.
Así como el cabello me molesta para hacer según que cosas, me gusta como está. No por llevarlo recogido casi todo el tiempo, me desharía de él. Rapármelo sería un extremo fuera del extremo, ni lo contemplo, pero hace años lo llevé “garçon” y no volveré jamás a él. Buena idea para según que cabezas, pero para la mía con mis remolinos, no.
En cambio, y sé que puede sonar muy violento, cuando en pleno verano, con más de 36 grados, veo a alguien caminando por la calle con una melena larguísima, rollo hasta la cintura, no puedo evitar imaginarme sacando unas tijeras gigantes del IKEA (sí, esas amarillas que parecen hechas para podar arbustos) parar a esa alma en penitencia un segundo, cogerle la mano y depositar en ella la tijera, junto mi esperanza por sobrevivir al calor de Madrid. Sin embargo, la única época en que las mujeres con el pelo muy corto parecían dominar el panorama fue en los años 20 y 30, hace cien años. A excepción de casos aislados más recientes como el de Jane Birkin, parece que esa moda nunca volvió a cuajar.
Birkin decidió cortarse el pelo para deshacerse de la imagen de “objeto sexual” y ser tomada en serio como artista, toda una reivindicación. Hoy en día, se ve mucho menos a las mujeres con el cabello corto, abunda la melena larga al estilo Kardashian, Bad Gyal o Rosalía, y que muchas niñas llevan también.
Curiosamente, y en contraposición a todo ello, también está muy de moda el clean look, llevar el pelo recogido, engominado hasta las cejas en una coleta o moño. Con esta tendencia en mente me vienen a la mente dos imágenes opuestas: por un lado, la de una jefa severa y austera al estilo de la Señorita Rottenmeier de Heidi (una goodgirl extrema) ; por otro, la estética porn chic tan popularizada por Tom Ford en los 90 y 2000, poniendo la estética badgirl sobre la mesa. Si no lo conocéis, no busquéis la palabra sin añadir “moda” o “Tom Ford”, quedáis avisados.

Esta dualidad no es nueva. En el vestir y sentir femenino, sigue estando muy presente: ¿qué eliges, el disfraz de monja (goodgirl) o puta (badgirl)? Mostrarnos como realmente somos aún es un acto transgresor y motivo de castigo de las formas más insospechadas, al tomar nuestras propias y genuinas decisiones, de cualquier tipo. Y es fácil dejarnos “llevar” o querer encajar en esos arquetipos, ya que hemos crecido con tantas ideas y creencias impuestas por personas externas a nosotras, (desde ese asqueroso director de Hollywood, hasta tus tías) sobre cómo tenemos que ser/sentir/estar, que encontrar el camino de vuelta se convierte en la mayor de las epopeyas jamás escritas. Nos toca adivinar el camino de vuelta a nuestra autenticidad. Normal que, en medio de todo ese polvorín, nos agarremos a lo primero que aparentemente pretende ayudarnos a situarnos en este mundo, y entre todo lo que nos agarramos, está la mano que nos bautiza como monjas o putas.
Utilizo los conceptos goodgirl y badgirl como arquetipos que surgen del enfrentamiento de las expectativas sociales que se han cernido siempre sobre las mujeres:
Goodgirl: Representa a la mujer “ideal” según los estándares tradicionales. Es recatada, sumisa, y sigue las reglas. Sus hobbies son: ser la perfecta host, ir a ballet y tomar unos vinos blancos con sus bff’s. Su buque insignia es la tendencia demure1.
Badgirl: En contraposición, es rebelde, dueña de su propia sexualidad, desafía las normas y tiene la sartén por el mango. Cosas que disfruta hacer: tener siempre la última palabra (y bien dicha), tomar vino sola, y afeitarse el pubis dejando la inicial de su nombre como declaración íntima de poder. Pura esencia brat2.
Martha Stewart podría ser la fusión de las dos cosas.
Y me parece (seguro que esto no es nuevo) que ahora nos hacen querer ser las dos cosas al mismo tiempo. Lo veo constantemente en Instagram, donde muuchas influencers (hegemónicas) nos muestran, a través de sus looks, poses y lifestyle, cómo ser una goodgirl vestida de badgirl. Cuentas de Instagram de chicas que, al parecer, quieren proyectar una imagen “rebelde”, pero que, en el fondo, no parce que dejen de seguir la misma fórmula estandarizada que las convierte, nuevamente, en goodgirls redimidas. Recogidos recatados, ciertas posturas y expresiones faciales, ballet core… El “estilo de vestir”, fundido con el lifestyle gracias a las RRSS, se convierte en una herramienta de control y uniformidad que, ¿quién controla exactamente?
Es muy fácil verse arrastrada por la dualidad de bad-goodgirl o brat-demure, y uno de los elementos más efectivos para atraparnos en esta narrativa es el imaginario que se construye en Instagram. Solemos culpar a los rostros conocidos detrás de esas cuentas, pero en realidad, lo que se nos presenta es una construcción calculada por, sí, la persona que ofrece su alcance e influencia a las marcas y, por las propias marcas. Pero son estas quienes tienen la última palabra para validar si esa foto o campaña se publica o no.
Años atrás (décadas, dios mío), deseábamos adoptar un estilo porque admirábamos a la persona que lo representaba; esa persona tenía razones más o menos auténticas para vestirse de una determinada manera. Ahora, lo que llega a nuestra retina no es más que lo que aprueba el jefe de una marca: un filtro con enfoque comercial que convierte cualquier expresión individual en un producto para su venta perpetua.
Los referentes de estilo cumplen dos funciones: “inspirarnos” para decidir cómo nos vestimos y guiarnos sobre cómo ser, estar o actuar para que los demás nos perciban como deseamos. Y eso no está mal; al fin y al cabo, necesitamos al otro en muchos aspectos de nuestra vida, y el vestir no es una excepción. Sin embargo, no podemos detenernos ahí.
Aún somos y continuaremos siendo moldeadxs por fuerzas comerciales que configuran nuestra identidad y autopercepción, perpetuando narrativas que se remontan a siglos atrás. La dualidad entre goodgirl y badgirl —la santa y la pecadora, la obediente y la rebelde— es una herramienta eficaz de control que juega con deseos e inseguridades universales, especialmente en un mundo donde las líneas entre consumo y autoafirmación se difuminan cada vez más, si es que aún se mantienen en pie en algún lugar del mundo.
Y perdón por tanto pesimismo, pero este fenómeno me pone los pelos de punta.
Demure: Esta tendencia ha sido creada y popularizada por la tiktoker Jules Lebron, que en uno de sus vídeos pronuncia la frase: "very mindful, very demure". Según el diccionario, este concepto describe a una persona que se comporta de manera discreta, tranquila y seria, sin llamar la atención sobre sí misma o su cuerpo.
Brat: El último lanzamiento musical de Charli XCX “brat” encarna perfectamente lo que significa ser brat: una actitud desbordante de confianza, sin miedo a la vulnerabilidad, donde el desorden y la diversión se convierten en protagonistas de esta estética.